Yo quería la fiesta y sobre todo quería la plata, o tal vez ir con la
manada, seguirla a mi hermana que también quería ir. Acaso rebelarnos contra nuestros padres que
no estaban de acuerdo con que tomáramos la comunión.
Papá había ido a un colegio religioso, y lo habían echado cuando
denunció a un cura por intentar besarlo. Papá odia a los curas, no cree en dios
y no nos enseñó a rezar.
Mamá simplemente no tenía ganas de acompañarnos, si elegíamos tomar la
comunión, ella tenía que ir obligatoriamente a reuniones de padres semanalmente
durante dos años. Sí, dos años. Mamá cree en Dios y nos enseñó a rezar el ángel
de la guarda.
La abuela era la única contenta con esto de la comunión y nos alentaba
a hacerlo. Ella sí iba a misa los domingos y se sabía los cantos que entonaba
alto y alegremente. La abuela creía en Dios y nos enseñó a rezar el Padre
Nuestro.
Mamá nos dijo que si realmente queríamos, nos iba a acompañar. Pero que
si empezábamos, terminábamos. Y así fue:
Ser hijo o hija de padres separados, o mujer separada en todos lados
era ser un peligro, era ser un problema, era ser mala influencia, pero en
catequesis era ser el mismísimo diablo.
Todos los sábados a las nueve de la mañana teníamos que ir con nuestro
nuevo testamento a la catedral para que una gorda simpática pero de mierda nos
diera la tarea. Nos había tocado en un grupo lleno de santurrones y no en el
curso divertido donde estaban nuestros amigos no religiosos como nosotras,
pequeños detalles que contribuyeron a que quisiéramos desistir a la segunda
semana, pero con mamá en plan de hacer valer sus palabras ya no era opción abandonar.
La gorda de 25 años a la que pronto empezamos a llamar por debajo y
entre nosotras como la gorda vieja de mierda,
nos hacía llevar cosas para hacer un picnic cada sábado. Entonces la
primera parte de la clase constaba en hacer unos ejercicios y después en comer
lo que habíamos llevado para compartir.
Los ejercicios no tenían desperdicio, eran una serie de cuestionarios
que debíamos llenar reflexionando en silencio en clase. Nos preguntaban cosas
como si nuestros papás se peleaban mucho y qué podíamos hacer nosotros como
hijos para evitarlo. Después venía la parte en que nos poníamos objetivos que
tuvieran que ver con el bienestar familiar y nos comprometíamos a intentar
concretarlos, a la semana siguiente nos preguntaban si los habíamos cumplido y
ese tipo de cosas. También una vez nos hicieron pedirle algo a dios, después
leerlo en voz alta y la gorda terminó felicitando a una de las santurronas que
había tenido el buen gesto de agradecerle a Dios además de pedirle. Con Flora
teníamos una lista larga de pedidos como la paz y la salud acordes a la
coyuntura, no éramos bobas. Por supuesto a ninguna de las dos se nos había
ocurrido poner ni por error un gracias al viejo ese.
Logramos al final completar los dos años de culpas y de picnics. Llegó
el famoso día de la comunión y de la confesión.
Yo llevaba una pollerita y una remerita blanca, y no uno de esos vestidos
de comunión que a las tres nos parecían ridículos, la pollera era muy blanca y
de tan blanca transparente y de transparente se me veía un poco la bombacha,
pero las casas de ropa en el pueblo eran escasas. Resolvimos que mejor
transparente que feo y san se acabó.
Entré por primera y última
vez al placard con el cura adentro,
estaba nerviosa. Era todo de madera, reinaba un olor a perfume fuerte de mujer
mezclado con maquillaje, como huelen las viejas paquetas. El espacio era muy chico como si no cupieran las mentiras, y
hacía ese calor árido de verano que el sur sabe fabricar. Al otro lado esperaba
un cura que respiraba fuerte, casi
jadeando, como un perro. Yo tardaba en acomodarme porque estaba incómoda
con la pollera tan corta bajándomela a cada rato para que me cubriera más los
muslos acaso como si el señor pudiera verme.
Por suerte, en algún sentido de
la suerte, el cura no me dio libertad para contarle lo que yo quisiera, que era
lo que más me trastornaba, y cuando me terminé de mover me hizo preguntas, una
tras otra, en un tono, a mi gusto fuerte, que intercalaba con sus grandes
bocanadas de aire, como una especie de ronquido diurno.
- ¿Alguna vez robaste?
- No -.dije mientras me acordaba de ésa vez que me había robado las
fichas para la máquina de ositos en un kiosco, y todas las excursiones a la
parte de golosinas del supermercado. Se lo susurré esperando que copiara mi
volumen de voz para sus próximas preguntas. Pero me dijo que no escuchaba que
le repitiera más fuerte y continuó incisivo.
- ¿Mentiste?
- No, no me gusta mentir -le contesté sin ni siquiera darme cuenta de
la mentira de la respuesta anterior.
- ¿Le contestas a tus padres?
- A veces, trato de no contestar porque se que está mal.
- ¿Desobedeciste?
- No.
Continuó haciendo las preguntas con cierta desidia y aire de quien
pregunta en modo automático. Siempre con el mismo tono y sin comentar nada
después de mis respuestas. Incluso me daba la sensación de que no las
escuchaba, de que no estaba prestando atención.
- ¿Bueno, hay algo de lo que te arrepientas?
- Eh… -me quedé pensando un rato en qué cosa que estuviera mal pero no
fuera terrible le podía responder. Hasta que se me ocurrió -Me arrepiento de
pelearme mucho con mi hermana porque eso pone triste a mi mamá y de no ordenar
mi cuarto.
- ¿Algo más de lo que te arrepientas?
- Nada -le dije mientras pensé que en realidad siempre me arrepentía de
casi todo lo que hacía, como haberme puesto esa pollera por ejemplo.
-Bueno -me dijo- rezá un padre nuestro y dos ave maría.
Me quedé helada, no sabía rezar el Ave María. En las clases de
catecismo no habíamos aprendido a rezar, y yo sólo sabía el Ángel de la guarda
dulce compañía y el Padre Nuestro.
Le contesté con vergüenza pero en el fondo con una suave y dulce
sensación de venganza, como estuviera denunciando a la gorda y a su fanatismo
por los cuestionarios y los picnics.
-
No sé el
Ave María, no nos lo enseñaron en las clases.
Para mi sorpresa el cura no se indignó. Continuó con su apatía y me
dijo:
-
Ah bueno,
entonces rezá dos Padre Nuestro.
Y fue el fin. Hice la cuenta. Un Padre Nuestro valía por dos Ave María.
Un Ave María valía la mitad que un Padre Nuestro.
padre nuestro, que estás en el cielo santificado sea
tu nombre venga a nosotros tu reino hágase tu voluntad así en la tierra como en
el cielo danos hoy nuestro pan de cada día perdona nuestras ofensas así como
nosotros perdonamos a los que nos ofenden no nos dejes caer en la tentación mas
líbranos del mal amén padre nuestro, que estás en el cielo santificado sea tu
nombre venga a nosotros tu reino hágase tu voluntad así en la tierra como en el
cielo danos hoy nuestro pan de cada día perdona nuestras ofensas así como
nosotros perdonamos a los que nos ofenden no nos dejes caer en la tentación mas
líbranos del mal amén.
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